Por Mauricio Castaño H
Historiador
Colombia Krítica


La historia de la humanidad no ha tenido valores humanos definitivos ni progresivos. De un momento a otro se pasa de los más nobles a los más viles. Cuando se creyó superado el horror de la barbarie humana, resurge con más fuerza y con más combustible las dos últimas guerras mundiales. Cada día que pasa, en distintos lugares del planeta, es posible constatar la perfección de actos de violencia que degradan nuestra existencia. Ernst Cassirer, el cual seguimos en estos trazos, bien lo reflexiona en su libro El Mito del Estado.

En la génesis de las ideas, resultó ganando la concepción del desprecio y desconfianza por la naturaleza humana. De la multiplicidad de dioses, se pasó a la adoración de un dios absoluto y supra poderoso. Y de allí fácilmente se resbaló por el culto al héroe. Uno de los máximos exponentes es Maquiavelo con su obra el Príncipe. En él, como en tantos otros, se puede corroborar el principio de que la barbarie, primero es manufacturada por el tamiz de las ideas. Las ideas políticas se convierten en armas fuertes y poderosas o más eficaces que una ametralladora, un cañón, un misil. Las ideas son causa. El posterior rearme es la consecuencia.

La teoría de Maquiavelo es una defensa de la magnífica maldad, tiene por valores de alta estima a la perfidia y a la astucia. Ha sido la guía de la brújula en la trayectoria política del mundo moderno, la mayoría de los políticos son sus herederos, lo concurren con gran frecuencia para hallar iluminación en sus acciones políticas. El político debe ser de mente clara, aguda y fría. El sentimiento hacia los ciudadanos raya con en el desprecio. Esta depreciación no puede curarse con las leyes, se cura con la fuerza. Buen Estado, buenas leyes, buenas armas. Lo censurable no son los crímenes, sino los errores. ¡El fin justifica los medios!

Pero puesto que las leyes buenas son ineficaces sin las armas, y por otra parte, las armas siempre apoyan a las leyes, es conveniente al príncipe comportarse como bestia y como hombre. Las crueldades son necesarias, han de hacerse pronta y despiadadamente, sin vacilación, sin transigir. La política es un intermediario entre la bestialidad y la humanidad. Es inútil aplazar o mitigar una medida cruel, hay que aplicarla de un solo golpe, sin consideraciones por los sentimientos humanos. No se puede permitir que ningún hombre o mujer se interpongan en el camino, debe extirparse, incluso a la familia entera. Todas las cosas pueden considerarse vergonzosas; pero en la vida política no puede trazarse una línea divisoria bien marcada entre la virtud y el vicio. Ambas cosas cambian de lugar frecuentemente. Aquí puede afirmarse que la palabra DEBER no está en la agenda del gobernante. Sólo basta con distinguir lo útil de lo inútil. Para el gobernante no hay prescripciones morales.

Esta concepción en la que considera de antemano que todos los hombres son malos por naturaleza, hace posible la devaluación del ser humano para que se cifre esperanzas sólo en una minoría selecta de hombres, ora aristocracia, nobleza, caudillos, dictadores. Por las venas de todos ellos circula la «buena» sangre, azul, propia de los prohombres. Una especie de semidioses, de raza superior, prevaleciendo la distinción de los plebeyos y del vulgo. De allí deviene la activación de las concepciones de que los derechos humanos son una invitación a la anarquía permanente, a la rebelión, a mantener esa condición frágil de la naturaleza maligna del viviente sapiens.

Hegel, gran filósofo, quedó engarzado en esa concepción, llevándose el trono de haber diseñado el más claro y duro programa fascista. «En cada época de la historia, hay una nación y sólo una que representa el espíritu del mundo, y esta nación tiene el derecho de regir a todas las demás». Un sistema de ética y filosofía del derecho desenfrenado o agente del espíritu del mundo que considera que los hombres son bastante necios para olvidar la verdad, en consecuencia se precisa de héroes que los gobiernen.

En nuestra época aún preñada de esa concepción de la devaluación humana, seguimos firmes en la creencia de leyes naturales invariables, condenados a destinos por fuera de la órbita humana. Nosotros, amplia ola de deseo colectivo, seguimos delegando nuestro porvenir a los prohombres, a los caudillos, maestros en la manipulación, hacen creer que son los hombres indicados para satisfacer las necesidades de la gran masa, dócil, sin ninguna resistencia, cae vencida sin el mínimo percato. Mientras sigamos en esa línea, el mundo político será un permanente caos, «un volcán que en el inesperado momento surgirá súbitas erupciones».

Los griegos fueron desconocidos en la advertencia aún válida sobre la pleonexia, el anhelo de más y más, que destruye todas las medidas y hace que la voluntad de poder prevalezca sobre los demás impulsos, conduciendo necesariamente  a la corrupción y destrucción. «La justicia es la virtud cardinal que incluye a todas las otras cualidades nobles y grandes del alma; el afán de poder trae consigo todos los defectos fundamentales. El poder nunca puede ser un fin en sí mismo; pues sólo puede ser llamado bien lo que conduce a una satisfacción definitiva, a una concordia y a una armonía».
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